Las berenjenas asadas de la memoria


Recuerdo que mi abuela despertaba el fogón a las seis de la mañana, había arropado con las cenizas de la noche anterior unos cuantos huevos, varias batatas y unos panecicos de yuca, que iba levantando en un orden preestablecido según subía el día. Después de colar el primer café, el que se llevaban los hombres al campo en una chata, sacaba el  claro, el que nos daba a los muchachos con batata asada antes de la escuela. Pero yo me quedaba toda la mañana con las berenjenas, vi cómo las metía entre las brazas para dejarlas chamuscar hasta la extenuidad.  Y lo recuerdo porque no me gustaba, como a casi ningún niño, llegar de la escuela y encontrar de comida berenjenas con plátano, yuca o guineitos, con arroz y habas estaban mejor, pero aún así ese olor  a disgusto que impregnaba mi conciencia no me dejaba concentrar en clases.

Ahora que los restaurantes están que echan espuma y el pan se vende en las gasolineras, mi memoria encuentra refugio quemando la piel de las berenjenas con un soplete de mecánico antes de incorporarlas a una especie de pisto que se reduce en la paila todo el tiempo del mundo a fuego super lento. Adquiriendo una textura melosa y dulzona con un fuerte sabor a campo. 
Las acaricio con orégano y tomillo media hora antes de retirarlas del fuego, para que no se perfumen demasiado, y las sirvo con algún bivalvo. Ahora las ofrezco, hasta la primavera, sobre las conchas de unas zamburiñas gallegas (scalop) que paso por la sartén bien caliente con una pizca de ajo tostado. Las coloco de inmediato sobre el guiso, el jugo que sueltan termina de darle al conjunto ese toque que... no sabría explicar. A falta de un panecico jugoso, venga ese pan recién horneado, si fuera de semillas, ya...

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